Autobiografía Escolar: Crónicas de la Escasez
Autobiografía escolar: crónicas de la escasez
Mi memoria nunca fue una buena compañía. Jamás pude asociarla con esa figura del sirviente abnegado, en vigilia constante, que cumple, presuroso y eficiente, los caprichos de su amo; antes bien, hace gala de una irritante autonomía, de una insufrible independencia funcional que la lleva a otorgarme sus dones según su antojo y capricho, coartando así mi legítimo derecho al usufructo. En resumen mi memoria es un asco.
Aclarado el punto, se imaginarán ustedes el titánico esfuerzo que supone para mí cumplimentar debidamente los requisitos de este escrito. Tras una ardua batalla pude arrebatarle a esa tirana el magro botín de algunos recuerdos fragmentados, meros retazos de un tesoro que ella, en su avaricia, me oculta. Curiosamente, las imágenes rescatadas corresponden a mis primeros años de secundaria. Quizás esto se deba a que en las últimas etapas mi contracción al estudio disminuyó notablemente, para desazón (y enojo) de mis progenitores.
Debo mencionar, en principio, que la mía fue una secundaria enmarcada en una dictadura. La aclaración no es menor, si se tiene en cuenta que este contexto permeó toda mi educación media con dos elementos que marcaron esos años de mi vida: el autoritarismo y el miedo. En tal sentido, los jóvenes de mi generación nunca pudimos ser lo que realmente hubiéramos deseado; porque no nos dejaron y porque no nos atrevimos. Visto así, en retrospectiva, parece algo triste… y lo es.
Ahora intentaré hacer foco en mis vivencias relativas a la asignatura Lengua. De mis últimos tres años no tengo memoria (me las vas a pagar, maldita), pero guardo algunas imágenes muy vívidas de los primeros tres. Resulta curioso, pero tengo que señalar que la asignatura no fue una de mis preferidas (tal vez porque nunca representó una dificultad para mí) aunque tampoco me desagradaba. Un cierto aroma a neutralidad sobrevuela ese recuerdo.
Puedo recordar con claridad las profesoras encargadas de formar (es una frase y no una palabra) nuestras tiernas (por no decir vírgenes) mentalidades. La docente de primer año llega a mí rodeada del aura luminosa con que la vi a mis trece años. Poseedora de una singular belleza y una contundente figura, inmediatamente se transformó en objeto de adoración de nuestras incipientes libidos. Ni qué decir cuando, ante una consulta de nuestra parte, se sentaba en el pupitre corriéndonos, literalmente, con sus generosísimas caderas. Fácil resultará imaginar la hecatombe hormonal subsecuente. Aparte de eso, la recuerdo como una mujer amable y cariñosa que nos hizo leer un montón de libros.
En segundo año, Dios no estaba contento con nosotros y nos castigó duramente. Para ello nos envión una interventora… perdón… profesora, de apellido ruso, aspecto agrio y modales amargos que nos hizo conocer los rigores de la educación monástica. Su rostro era seco y ostentaba, como marca distintiva, un gordo y enorme lunar en el centro geométrico de la frente. Mis compañeros de clase aventuraron (con una sagacidad digna de atención médica) que podía ser alguna bala disparada por algún ex alumno y que había tenido miedo de ingresar al cráneo.
No tengo recuerdos claros sobre sus clases aunque, si eran como su aspecto general, la aridez y el sopor deben haber sido constantes.
Para finalizar, debo mencionar la simpática figura de la profesora de tercer año, dueña de una personalidad muy particular. Se sentía especialmente cómoda en el aula, hecho que quedaba confirmado cuando, al grito de: “Ah, los pies me están matando”; se quitaba los zapatos y nos ofrecía el espectáculo de sus callosidades; o las veces que, pretextando la necesidad de tomar medicamentos, hacía traer un vaso de agua para luego emitir glogloteos líquidos (entiéndase “gárgaras”) previos a la ingesta. Ni qué decir de su tradicional té de media mañana (que bebía descalza). Debo mencionar un hecho que me involucró y que fue motivo de alegría para mis compañeros y de sinsabores para mí: cierta vez me llamó a lección y yo no había estudiado. “Este alumno no sabe un pito” sentenció y me puso un uno, lo cual generó carcajadas en el curso. Motivada por su nuevo rol cómico, mi situación se complicó: me llamaba a lección todas las clases y, sin importar cuánto estudiara, remataba con la consabida frasecita. Mis calificaciones no fueron muy altas ese año.
Espero sepan perdonar tan extenso relato. He intentado darle forma a la escasa sustancia que dejó escapar mi memoria. Si no lo he logrado, mía sólo es la culpa.
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